Yo sabía que comenzaría con el final y a esos
ojos el final iba a parecerles algo similar a la muerte. Estaba avisada.
No esos ojos: mis ojos. Míos. Porque ahora eso
era yo. Usaba un lenguaje extraño, pero con significado. Tartamudeante,
estridente, oscuro y lineal. Anquilosado hasta lo indecible en comparación con
los muchos otros que antes había empleado, aunque con suficientes recursos para
comunicar fluidez y expresividad; en cierto sentido era hermoso. y ahora era mi
idioma. Mi idioma materno.
Me alojé con seguridad en el centro de
pensamiento de este cuerpo gracias al instinto certero que caracteriza a los de
mi especie; luego me inserté de forma inexorable en cada una de sus
inspiraciones e instintos hasta que dejamos de ser entidades nítidamente
separadas. Ahora era yo.
No el cuerpo, sino mi cuerpo.
Percibí la lenta desaparición de los sedantes y
que recuperaba la lucidez. Me preparé para el asalto de su primer recuerdo, que
en realidad sería la evocación de los últimos momentos que su cuerpo había
experimentado, la memoria de su fin. Estaba bien preparada, porque me habían
contado con todo detalle lo que iba a ocurrir ahora. Estas emociones humanas
serían más fuertes, más vivas que los sentimientos de cualquier otra especie en
la que hubiera habitado antes.
El recuerdo llegó. Tal y como se me había
avisado, no era algo para lo que fuera fácil estar preparada.
Me quemó con su color estridente y su sonido
atronador. Sentí frío en la piel, mientras el dolor se me aferraba a los
miembros, quemándome. Percibía un sabor metálico intenso en su boca. Además
había también un nuevo sentido, el quinto, el que nunca había experimentado antes.
Éste percibía las partículas del aire y las transformaba en extraños mensajes,
a veces placenteros y en otros casos avisos para su cerebro: el olor. Me
distraían, confundiéndome, pero no a su memoria. Porque sus recuerdos no tenían
tiempo para estas novedades del olfato, dominados como estaban por el miedo.
El miedo la había encerrado en un círculo
vicioso, incitando a los miembros torpes, patosos, hacia delante, pero a la vez
dificultándole los movimientos. No podía hacer nada más que huir, correr.
Me he equivocado.
Aquel recuerdo ajeno era tan fuerte, claro y
atemorizadar que se deslizó a través de mi auto control y superó la distancia
que supone saber que era simplemente un recuerdo y, además, no era mío. Me
arrastró al infierno que había constituido el último minuto de su vida, porque
yo era ella y huíamos.
Estaba tan oscuro que no distinguía nada, ni
siquiera el suelo. No me veía las manos, extendidas delante de mí. Corría a
ciegas mientras intentaba escuchar el ruido de la persecución, que podía sentir
a mis espaldas a pesar de lo alto que me sonaba el pulso de los latidos del
corazón en los oídos.
Hacía frío. No importaba ahora, pero dolía. Tenía
mucho frío.
Por su nariz entraba un olor desagradable, malo,
hediondo. Esa repulsión me liberó del recuerdo durante un segundo, pero sólo
fue durante un segundo, y enseguida el recuerdo me arrastró de nuevo y los ojos
se me llenaron de lágrimas de terror.
Estoy perdida, estamos perdidos. Se terminó.
Ahora mismo se encuentran detrás de mí, los oigo
muy cerca. ¡Se escuchan muchos pasos! Estoy sola. Me he equivocado.
Los buscadores están gritando. El sonido de sus
voces me revuelve el estómago hasta el punto de que me vaya marear.
-Todo va bien, todo va bien -me miente uno en un
intento por calmarme y lograr que aminore el paso. Su voz suena alterada por el
esfuerzo que hace al respirar.
-¡Ten cuidado! -grita otro, avisándola.
-¡No te hagas daño! -suplica un tercero con voz
profunda y preocupada por mí. ¡Preocupada por mí!
El calor recorrió mis venas y un odio violento
casi me ahoga.
Nunca había sentido una emoción similar en todas
mis vidas. De nuevo la repugnancia me sacó del recuerdo un segundo más. Un
lamento agudo, estridente, me atravesó los oídos y retumbó en mi mente. El
sonido chirrió a través de todas mis vías respiratorias y sentí un ligero dolor
en la garganta.
«Un grito -me explicó mi cuerpo--. Eres tú la que
grita».
Me quedé helada por la sorpresa y el sonido se
quebró de repente.
Eso no era un recuerdo.
Mi cuerpo ... ¡estaba pensando! ¡Me estaba
hablando! Pero en ese momento el recuerdo era más fuerte que mi asombro.
-¡ Por favor -chíllaban-, hay mucho peligro ahí
delante! «¡El peligro está detrás!», respondí a gritos en mi mente, pero ¿a qué
se refieren? Hay un débil rayo de luz que no se sabe de dónde viene brillando
al final del pasillo. No es una pared plana ni una puerta cerrada, sino el
final sin salida que temía y esperaba. Es un agujero negro.
El pozo de un ascensor. Abandonado, vacío y
condenado como todo el edificio: un escondrijo en su momento y ahora una tumba.
Una oleada de alivio me recorre mientras me
precipito hacia delante. Hay una salida. No hay manera de sobrevivir, pero sí,
quizá, una manera de vencer.
«¡No, no, no! ». Este pensamiento era completamente
mío; luché por apartarme de ella, pero seguíamos juntas, y saltamos unidas
hacia el abismo de la muerte.
-j Por favor! -Ahora los gritos sonaban más
desesperados.
Casi sentí deseos de reír cuando supe que había
sido lo bastante rápida. Imaginé sus manos intentando sujetarme por la espalda
y fallando por centímetros. Suelo ser tan rápida como me hace falta. Ni
siquiera me detuve cuando se acabó el suelo. El agujero se alzó para
encontrarse conmigo a mitad de camino.
El vacío me engulló, las piernas cedieron,
inutilizadas, y mis manos se aferraron al aire y lo arañaron en busca de algo
sólido. El frío me golpeó como el azote de un tornado.
Escuché el golpe sordo antes de sentirlo ... El
viento cesó ...
Y después el dolor me rodeó por todas partes hasta
que el dolor fue todo.
Paradlo.
«No lo suficientemente alto», susurré para mis
adentros en medio del dolor.
¿Cuándo acabará el calvario? ¿Cuándo .. .?
La oscuridad devoró la agonía, y me sentí débil
yagradecida porque el recuerdo había llegado al final más definitivo de todos
los posibles. La negrura lo dominó todo y me liberó. Respiré profundamente para
tranquilizarme, como era la costumbre de este cuerpo. Mi cuerpo.
Pero entonces el color regresó, el recuerdo se
reavivó y me envolvió de nuevo.
«¡No!». Me dejé llevar por el pánico, temiendo al
frío, al dolor y al propio miedo, pero éste no era el mismo recuerdo. Era un
recuerdo dentro del recuerdo, la evocación de uno agonizante, aunque, de algún
modo, casi más fuerte que el primero.
La oscuridad se lo llevó todo menos esto: un
rostro.
Aquel semblante me resultaba tan desconcertante
como extraños le habrían parecido a ese nuevo organismo mío la ausencia de
facciones y los tentáculos serpentinos de mi último cuerpo anfitrión. Había
visto ese tipo de rostro en las imágenes que me habían dado para prepararme
para este mundo. Resultaba difícil distinguir unas de otras a juzgar por las
escasas variaciones de color y forma, las únicas diferencias perceptibles entre
un individuo y otro, ya que en conjunto todos se parecían mucho: narices
centradas en la mitad de una esfera, con los ojos arriba y la boca abajo, con
las orejas a ambos lados. Una variada colección de sentidos concentrados en un
lugar, todos menos el tacto. La piel sobre los huesos, el pelo de la parte
superior y dos extrañas líneas peludas encima de los ojos. Algunos tenían más
pelo en la parte inferior de la mandíbula, pero ésos eran todos machos. Los
colores se encontraban dentro de la escala de los marrones, desde un pálido
color crema hasta el más oscuro, casi negro. Aparte de por estos rasgos, ¿cómo
podía distinguirse a uno de otro?
Sin embargo, terminaría identificando ese rostro
entre millones.
Era una cara en forma de rectángulo, muy
angulosa, con un contorno de huesos firme debajo de una tez clara, de un
broncíneo dorado. El pelo era apenas unos cuantos tonos más oscuros que la
piel, excepto donde algunos mechones del color del lino lo aclaraban; sólo
cubría la cabeza y unas finas bandas estrechas encima de los ojos. Las pupilas
circulares de los blancos globos oculares eran más oscuras que el pelo, pero al
igual que éste estaban mechadas de un tono más claro. Se dibujaban unas
pequeñas líneas alrededor de los ojos y sus recuerdos me informaron de que esas
líneas se debían a los gestos de sonreír y guiñar los ojos bajo la luz del sol.
No sabía nada de lo que se consideraba belleza
entre estos extranjeros, pero el simple deseo de seguir contemplando ese rostro
me bastó para comprender que era hermoso; desapareció en cuanto fui consciente
de este hecho.
«Mío», decía aquel pensamiento alienígena que no
debería existir.
Otra vez me quedé helada, aturdida. No debería
haber aquí nadie más que yo. ¡En cambio ese otro ser estaba presente con tanta
fuerza y tan consciente de sí mismo!
Imposible. ¿Cómo era que estaba aún aquí? ¡Si
ésta era yo ahora!
«Mío», insistió ella con el poder y la autoridad
que sólo me podían pertenecer a mí fluyendo en su palabra. «Todo es mío».
«¿Y por qué le contesto?», me pregunté mientras
las voces interrumpían el hilo de mis pensamientos.
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